Redacciom The New York Times en Español
Por Roberto Mangabeira Unger
La Amazonía, el lugar donde se concentra la mayor cantidad de
agua dulce del mundo y es cuna de la biodiversidad del planeta, está en llamas.
Como consecuencia de su deterioro —que podría alcanzar un punto de quiebre
catastrófico— habrá menos oxígeno y lluvia, y se elevarán las temperaturas. La
principal causa de esta situación son las acciones humanas. En Brasil, país que
alberga el 60 por ciento del bosque tropical amazónico, la expansión agrícola
no regulada, que involucra incendios para limpiar la tierra (con licencia
implícita de un gobierno indulgente), es la principal culpable.
No se trata de un fenómeno desconocido. En 2004, las tasas de
deforestación eran mucho peores que ahora. En los últimos años de esa década,
Brasil aplicó medidas para revertir la tendencia e impuso restricciones en
áreas que antes eran de libre uso en la región. Ahora necesitamos ser todavía
más ambiciosos.
El problema de raíz es la tenencia de la tierra. Menos del
diez por ciento de la tierra en manos privadas está protegida por derechos de
propiedad claros. Por lo tanto, impera el caos: nadie sabe quién es propietario
de qué, así que el saqueo es más redituable que la conservación o la
producción. Para acabar con el caos, debemos otorgar derechos de propiedad
absolutos. Y para ello tenemos que hacer una distinción entre los ocupantes que
llevan tiempo en la región y se quieren ganar el sustento en la Amazonía, y los
agricultores y leñadores que son simples saqueadores.
En 2009, se estableció el fundamento legal para este cambio
urgente a través de una ley que organiza la distribución de la tierra federal
de la Amazonía. Los gobiernos federales subsecuentes no han aplicado estas
disposiciones con agilidad, pero las autoridades estatales están listas para
entrar en acción. La Amazonía brasileña es mucho más que un conjunto de
árboles; alrededor de treinta millones de personas viven y trabajan en esa
área. Es necesario garantizar que el bosque valga más de pie que talado. Para
tal efecto, es esencial proporcionar a los habitantes de la Amazonía medios
para utilizar y también conservar el ambiente.
Todavía no se han establecido vínculos entre la economía
urbana y el área del bosque tropical de la Amazonía. La zona franca de Manaos,
la capital del estado más grande de la Amazonía, Amazonas, bien podría estar en
algún lugar de China; sus fábricas ensamblan productos como celulares y
motocicletas. Las técnicas de producción adoptadas por las poblaciones nativas
del interior, respetuosas del ambiente pero primitivas, no tienen la escala ni
cuentan con la tecnología necesaria para crear una economía viable. En el borde
de la región, el pastoreo ineficiente de ganado se ha convertido en la
principal actividad realizada en la sabana.
El desastre de la Amazonía se explica en parte por el rumbo
equivocado que ha tomado el país. Brasil no ha invertido suficiente en su gente
y ha ido aumentando su dependencia de la producción y exportación de materias
primas. En la Amazonía, la solución más fácil terminará en autodestrucción. El
único sistema que puede salvar tanto a las personas como a los árboles es una
economía basada en el conocimiento.
La innovación tecnológica, empresarial y legal sustentada en
una adjudicación definitiva de la tenencia de la tierra puede hacer posible el
aprovechamiento sostenible de los bosques tropicales heterogéneos y su uso como
fuente de nuevos medicamentos y formas de energía renovable. Para que sea
posible, deben prestarse servicios ambientales técnicos en más lugares que solo
Europa occidental.
Solo las industrias que dependen en gran medida del
conocimiento y los servicios de las ciudades podrán favorecer al bosque
tropical en vez de afectarlo. Nuevas maneras de organizar la propiedad y de
financiar la producción pueden ayudar a las empresas emergentes y comunidades
locales a experimentar, competir y cooperar. Este enfoque puede empezar a darle
tangibilidad al eslogan tan abstracto y repetido de “desarrollo sostenible”.
Nadie tiene por qué exigirle a Brasil convertir el 61 por
ciento de su territorio nacional en un parque internacional. El mundo tampoco
debe esperar que los brasileños, que han logrado proteger cerca del 80 por
ciento de los bosques de su sección de la Amazonía, acepten sin más las
reprimendas de países europeos cuya cobertura de árboles es mínima debido a
siglos de prácticas de deforestación. Brasil debe diseñar y poner en marcha el
proyecto para salvar la Amazonía; al resto del mundo, empezando por el Grupo de
los Siete, que recientemente se comprometió a entregar la cantidad irrisoria de
22 millones de dólares en ayuda de emergencia, solo le toca apoyar. Si el
gobierno de Bolsonaro, hundido en sus perversas guerras culturales, se niega a
aceptarlos o a participar en las labores para salvar la selva, los gobiernos,
instituciones de investigación y empresas del mundo deben acudir a los gobernadores
y alcaldes de la Amazonía.
Los estados amazónicos han integrado una organización
regional, el Consorcio Interestatal de Desarrollo Sostenido de la Amazonía
Legal, perfectamente capaz de colaborar con aliados internacionales. El Brasil
real está dispuesto a apostarle a combinar inteligencia y naturaleza. Cualquier
ayuda es bienvenida, pero sin faltarle el respeto a la soberanía de Brasil. En
vez de solo apagar incendios, la ayuda podría incluir colaboraciones para
lograr los descubrimientos e innovaciones que harán posible un mejor futuro.
Se habla mucho de desarrollo sostenible en el mundo. Sin
embargo, se observa muy poco en la práctica. El tono dominante del
ambientalismo en los países ricos del Atlántico Norte es lastimero y escapista:
la historia nos ha decepcionado, así que vamos a consolarnos en el gran jardín
de la naturaleza.
Más que consuelo, los brasileños, al igual que el resto del
mundo, necesitan alternativas, algunas de ellas institucionales. Si queremos
rescatar a la Amazonía, necesitamos tenerlas ya.
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