“Élite de Perú en pánico ante la
perspectiva de una victoria de la extrema izquierda en la elección
presidencial”, tituló el Financial Times su nota sobre las elecciones peruanas.
El periodista llegado de Londres captó rápidamente la característica principal
de la elección del domingo 6 de junio. En mi vida adulta nunca había visto una
elección así de reacia a los argumentos y guiada por la voluntad de infundir
miedo en la sociedad peruana.
El resultado de la elección es
todavía incierto. Está claro, en cambio, que el miedo y la desconfianza han
ascendido a otro nivel tanto en el sistema político como en la sociedad
peruana. Y ahora el peligro de que los recelos se desborden en un conflicto
político de gran escala debe ser conjurado.
Comencemos con lo evidente: los
dos candidatos que llegaron a segunda vuelta asustan. Pedro Castillo postuló
con el partido Perú Libre, cuyo ideario promete, sin rubores, un régimen
leninista, y hemos oído a sus líderes afirmar que llegarán al poder para eliminar
la alternancia democrática. Keiko Fujimori, por su parte, reivindica la
dictadura corrupta de su padre, Alberto Fujimori (1990-2000), y en los últimos
diez años lideró Fuerza Popular, un partido cuyo compromiso más estable ha sido
combatir el Estado de derecho.
Como era natural en cualquier
pueblo razonable, el peruano no fue seducido por semejante par. Pasaron a
segunda vuelta con votaciones mínimas gracias a una fragmentación inédita:
Castillo obtuvo 18,9 por ciento y Fujimori 13,4 por ciento.
Pero ahí terminó lo razonable. En
una situación extraña en un sistema de segunda vuelta, ambos rechazaron la
democrática tarea de moderarse, negociar o generar compromisos sustantivos en
vistas de convencer a cerca del 70 por ciento del electorado que no les había
votado. Mostraron la arrogancia de la inmoderación. O realizaron compromisos de
papel traicionados en los actos. Por las ideas y personas con las que no
deslindaron, los peruanos parecíamos obligados a preguntarnos: ¿Cuál de ambos
tiene menos opciones de tiranizarnos?
Lamentablemente, la ciudadanía no
encontró un sector político independiente capaz de poner condiciones estrictas
a los candidatos. Más bien, la izquierda limeña de Verónika Mendoza y sus
técnicos mostraron entusiasmo incondicional por Castillo y, enfrente, los
Vargas Llosa y afines hicieron lo propio con Keiko Fujimori. Dos candidaturas
mediocres y peligrosas se convirtieron en proyectos limpios de dudas.
Y, acto seguido, a la sociedad se
le inyectó la política del terror. El fujimorismo planteó su campaña a partir
del miedo al comunismo y al terrorismo, que estaría representado por Castillo.
Buena parte de la sociedad fue pastoreada al pánico. Si a mediados de abril oía
a políticos, empresarios y ciudadanos afirmando que votarían por Fujimori con disgusto,
a mediados de mayo ella resultaba la encarnación de la libertad. Y, como
consecuencia, quien era “mal menor” se transformó en salvadora providencial.
Esta transformación no es un sinsentido. Si te aterrorizan, quien te salva de
la extinción es un personaje reverenciado.
Quienes utilizaron de manera más
alevosa la política del miedo fueron el campo fujimorista, las clases altas y
los grandes medios de comunicación. Empresarios amenazaban con despedir a sus
trabajadores si Castillo vencía; ciudadanos de a pie prometían dejar sin
trabajo a su servicio doméstico si optaban por Perú Libre; las calles se
llenaron de letreros invasivos y pagados por el empresariado alertando sobre
una inminente invasión comunista.
A este comportamiento
antidemocrático, se sumaron los medios de comunicación. Sobre todo la
televisión exhibió una parcialización propia de regímenes autoritarios.
Destrozando las normas electorales, los programas se convirtieron en espacios
de simulada o abierta propaganda fujimorista. Hasta la periodista política más
influyente del país entrevistaba a figuras públicas y personajes de la
farándula que reiteraban de manera machacona los mensajes apocalípticos. Es
decir, para salvar la democracia la indujeron al coma. Y Keiko Fujimori lució
encantada. Aun cuando tenía esos apoyos garantizados, no les llamó la atención.
Este comportamiento grotesco
—hasta los propios periodistas del canal más importante lo alertaron— engendró
una nueva pregunta en la ciudadanía ante la segunda vuelta: ¿Debo votar por
quien promete un autoritarismo o por quien ya comenzó a construirlo? Así, en
los días previos a la elección, miles que anunciaron que iban a votar nulo para
mostrar su disgusto con ambos proyectos, cambiaron su voto a Castillo, por lo
cual el voto nulo se redujo significativamente.
Lo paradójico es que el pánico en
las clases altas y medias se incrementaba mientras Castillo mostraba una
precariedad infinita. Como expresó el politólogo Steven Levitsky, se trata de
un político inexperto que ni siquiera tiene un plan real en caso de ganar. En
algunos debates no conseguía llenar los dos minutos que disponía para disertar
sobre algún problema nacional. Tiene más sentido anticipar el caos que
producirían sus carencias políticas que la consolidación de una tiranía.
Ahora bien, un pánico macartista de esta envergadura —como el que Mario Vargas Llosa expuso magistralmente en su novela Tiempos recios— no se inventa en una elección, solo es posible si exhuma un terror profundo.
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Sebastian Castaneda/Reuters |
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Paolo Aguilar/EPA vía Shutterstock |
El miedo al precario Castillo no es electoral únicamente, se teje sobre la secular angustia limeña frente a “la indiada”; una muchedumbre apostada allá lejos en la sierra que les resulta tan incomprensible como amenazante y que, en esta circunstancia, podría poner el mundo de cabeza derrotando al Mónaco limeño (Hugo Neira dixit). Si al lector extranjero esto le resulta abstruso sugiero que vaya a Netflix y vea El último bastión, serie que narra la Independencia peruana hace doscientos años.
La estrategia del terror pronto
mostró sus límites en las encuestas. Entonces, el fujimorismo acudió a otro
viejo conocido: el populismo económico. Prometió bonos con alma de sobornos. En
las zonas mineras (donde Fujimori era rechazada), por ejemplo, entregarían a
las familias las ganancias generadas por dicha actividad. Al final, todas estas
zonas han rechazado masivamente al fujimorismo.
En resumen, la campaña electoral
desenterró los temores de las clases altas y medias, así como el carácter
autoritario del proyecto fujimorista. Incapaces de comprender y persuadir al
Perú, optaron por aterrorizarlo y prometerle bonos como quien lanza huesos a
una jauría inquieta.
La democracia peruana llegaba a
esta elección herida tras un quinquenio turbulento con cuatro presidentes.
Ahora, el viento del miedo ha soplado sobre esa construcción precaria. Habrá
que recordar a Martha Nussbaum: en política, el miedo es el sentimiento que
reclama controlar a la gente, no liberarla. Con el miedo se erige la opresión;
las democracias con la confianza.
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Reuters |
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Gian Masko/Agence France-Presse — Getty Images |
Pero las élites políticas, empresariales
y mediáticas decidieron sembrar miedo. Hoy, como producto de este clima, se
grita fraude aunque observadores internacionales reconozcan la limpieza de las
elecciones; se propondrán manipulaciones arbitrarias de la Constitución para
favorecer o dificultar la presidencia de quien resulte elegido; no faltará
quien convoque a los militares; y, todo esto, a su vez, radicalizará a quien
sea el oponente.
Sin embargo, la política es,
entre otras cosas, el arte de evitar despeñaderos. Y para evitarlo hay algo
esencial que todas las partes deberían interiorizar: nuestra democracia nos da
las armas para impedir un proyecto autoritario. Si presas del miedo todos nos
convencemos de que seremos encadenados por cualquiera de los dos candidatos,
terminará ocurriendo.
El tino debería llevarnos a
constatar que ni los votantes de Fujimori son una masa de corruptos
antipatriotas, ni los de Castillo unos comunistas antiperuanos. Somos, eso sí,
una ciudadanía apaleada por la pandemia como ninguna otra en el mundo. Un país
marcado por deudas y deudos. El momento requiere de una grandeza y humildad que
estos candidatos y sus aliados no han mostrado pero que deberían estrenar, gane
quien gane. Fujimori y Castillo difícilmente le hubieran ganado a ningún otro
candidato, uno de ellos estará en la presidencia como fruto de un gran azar.
Ahora deben desterrar el vocabulario del fraude y del golpe de Estado. Un país
diezmado y de luto por la pandemia necesita la esperanza de poder remar todos
juntos.
Fuente: New York Times
https://www.nytimes.com/es/2021/06/08/espanol/opinion/elecciones-peru.html
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