El Vaticano publicó
un comunicado para recordar a sus fieles que no puede bendecir a parejas del
mismo sexo. Una vez más, la Iglesia católica se contradice y retrocede.
Una versión actualizada del evangelio de san Juan podría
recrear de esta manera la escena en que los fariseos ponen ante Jesús a una
mujer adúltera:
A la salida del templo, un grupo de cardenales y obispos se acercan al Señor. Traen con ellos a un hombre joven. Uno de los clérigos encara a Jesús y le dice: “Este hombre vive con otro hombre, sin ocultar que son pareja”. Otro sentencia: “Es un pervertido”. Jesús baja la cabeza, mira su celular y, lentamente, con su dedo, comienza a deslizar unas imágenes en la pequeña pantalla. El acoso continúa: “Según nuestra doctrina —dice uno de los prelados—, este hombre vive en pecado, no puede ser bendecido”. Jesús sigue sin mirarlos. “¿Qué debemos hacer?”, pregunta otro, finalmente, con impaciencia. Tras unos segundos, sin levantar el rostro, Jesús responde: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que lance el primer tuit e inicie el linchamiento”. Todos los sacerdotes se miran, incómodos y luego, lentamente, se retiran, abandonan el lugar.
Es sorprendente que la jerarquía
de la Iglesia católica se empeñe en contradecir, de manera tan evidente, el
propio mensaje que pregona. El lunes de esta semana, el Vaticano ha publicado
una “nota aclaratoria”, recordando a sus fieles —y al público en general— que
“no es lícito impartir una bendición a relaciones o a parejas, incluso
estables, que implican una praxis sexual fuera del matrimonio (es decir, fuera
de la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta, por sí misma, a la
transmisión de la vida), como es el caso de las uniones entre personas del
mismo sexo”.
Mientras el mundo avanza en
cuestionamiento frontal del dominio masculino y de la heteronormatividad, el
Vaticano retrocede, aferrándose a unos principios que poco tienen que ver con
la realidad y con las creencias de los fieles. El tono y el lenguaje que usa la
Congregación para la Doctrina de la Fe aspira, sin duda, al rigor de la
legalidad pero —como contraparte— hace más visible esta contradicción.
¿Con qué derecho puede hoy la
jerarquía de la Iglesia católica juzgar la vida de los cristianos? ¿Con qué
autoridad moral puede el Vaticano bendecir o condenar las prácticas sexuales de
los miembros de la iglesia? Se trata de la misma institución cuyos miembros son
responsables —por acción o por omisión— de al menos 100.000 casos conocidos de
abuso sexual a niños en el mundo, según señala un informe de 2018 de Ending
Clergy Abuse (ECA), organización global dedicada a enfrentar la pederastia de
los sacerdotes católicos.
En este proceso de
visibilización, denuncia y aplicación de justicia en los delitos sexuales
cometidos por miembros del clero, la jerarquía fue durante mucho tiempo un
adversario, un obstáculo. Se tardó demasiado en atender, reconocer y hacer
suyas las denuncias de los fieles. Apenas en 2019, el papa Francisco prometió
llevar ante la justicia a los sacerdotes implicados en casos de abusos a
menores. Que este hecho haya sido presentado como una suerte de victoria
interna, como un logro dentro de la misma institución, delata ya la dimensión
del problema.
Si esta jerarquía fuera juzgada
como cualquier empresa u organización civil en el mundo, muy probablemente ya
habría sido intervenida, acusada y condenada como una corporación criminal,
responsable o cómplice de múltiples abusos y violaciones a los derechos
humanos. Pero en medio está la fe genuina que mueve a muchísima gente inocente.
La fe que también mueve montañas, montañas de dinero e influencias.
Desde la llegada de Jorge
Bergoglio, el Vaticano ha intentado mostrar una imagen más moderna y plural.
Pero es un adelanto incipiente y frágil, con declaraciones bonitas (“Si una
persona es gay y busca a Dios, y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para
juzgarla?”, se preguntó el papa Francisco alguna vez, públicamente y con pocas
consecuencias reales. Las personas homosexuales siguen viviendo “en pecado”,
por ejemplo, y las mujeres continúan sin tener ningún tipo de protagonismo o
poder ni en las liturgias sagradas ni en la estructura eclesial.
El filósofo francés Gilles
Deleuze, al momento de criticar la supuesta importancia de la ideología, proponía
el ejemplo de la Iglesia católica como institución que cambia con facilidad de
ideología pero mantiene intacta su organización del deseo y del poder. Esta
estructura, centrada en la administración del miedo y del ansia de los
creyentes, controlada por la autoridad sacramental del clero, ya no parece sin
embargo ser tan sólida, tan imbatible.
El sentido de la representación
está en crisis. Basta ver cómo la política y los políticos tienen cada vez
menos apoyo y menos sustento. La realidad se mueve cada vez más rápido y la
jerarquía de la iglesia es cada vez más lenta. En el ámbito de la religión, el
rigor autoritario puede ser suicida.
Cuando los fariseos presentan
ante Jesús a una mujer adúltera, solo tratan de ponerlo a prueba. Apelan a la
ley que ordena matar a la mujer a pedradas, ¿deben o no deben cumplirla? La
escena establece la diferencia entre la compleja ambigüedad de la vida y la
simpleza del dogma, entre la libertad de la fe y el estricto orden del poder.
Antes de aclarar si bendice o no
las uniones de parejas homosexuales, el Vaticano debería volver a su evangelio.
Su gran desafío hoy es no terminar siendo una iglesia sin fieles y sin dios.
Fuente: Alberto Barrera Tyszka / The New York Times.
https://www.nytimes.com/es/2021/03/21/espanol/opinion/francisco-matrimonio-homosexual.html
Foto: EPA
vía Shutterstock
Alberto Barrera Tyszka es escritor venezolano. Su libro más
reciente es la novela Mujeres que matan.
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